
El sustantivo corrupción proviene del latín <<corruptio>>, éste significaba para los clásicos romanos algún tipo de alteración. <<Corruptio>> proviene a su vez del verbo <<corrumpere>> que significa echar a perder o descomponer.


Intentar sobornar a un policía para eludir una multa o a un funcionario público para acelerar un trámite administrativo, fingir una enfermedad para no ir al trabajo, también son actos de corrupción. No participar en ellos es una contribución para crear el entorno y el país que nos gustaría tener.
El fenómeno de la corrupción tiene dos dimensiones: lo público y lo privado. La primera implica complejas leyes y sistemas, procesos y distintos actores de la vida política. El segundo nos implica a todos los ciudadanos que de varias formas podemos ser cómplices activos o pasivos de actos de corrupción. Elijamos no ser participes de estos actos por más banales que nos parezcan.


Cada que un ciudadano incurre en un acto de corrupción ayuda a la descomposición del Estado y se ven afectados diferentes sectores de la sociedad: la salud pública, impartición de justicia, servicios públicos, educación, programas sociales y por lo tanto la calidad de vida. Para salir de esta espiral creciente hay dos vías: imponer controles externos que hagan que la decisión de corromperse no salga rentable y a través de la transformación en el actuar de cada uno de nosotros al decir #NOALaCorrupción.
La Convención de las Naciones Unidas contra la Corrupción (UNCAC) establece que la cultura de integridad, el combate y la prevención de la corrupción son responsabilidades compartidas por todos los sectores de la sociedad: el sector privado, la sociedad civil, los medios de comunicación, así como la academia y las personas en cargos públicos. Asumamos la responsabilidad que nos corresponde y elijamos no participar en actos corruptos.

